por Julia Kasdorf
Aprendí de mi madre cómo amar
a los vivos, tener muchos jarrones a mano
en caso de que tengas que correr al hospital
con peonías cortadas del césped, hormigas negras
aún pegadas a los brotes. Aprendí a guardar frascos
lo suficientemente grandes como para contener ensalada de frutas para un hogar entero
afligido, a hacer cubos de peras enlatadas caseras
y melocotones, a cortar a través de pieles de uva granate
y sacar las semillas sexuales con una punta de cuchillo.
Aprendí a asistir a las visitas incluso si no conocía
al difunto, a presionar las manos húmedas
de los vivos, a mirarlos a los ojos y ofrecer
simpatía, como si comprendiera la pérdida incluso entonces.
Aprendí que lo que decimos no significa nada,
lo que cualquiera recordará es que vinimos.
Aprendí a creer que tenía el poder de aliviar
dolores terribles materialmente como un ángel.
Como un médico, aprendí a crear
del sufrimiento de otro mi propia utilidad, y una vez que
sabes cómo hacer esto, nunca puedes negarte.
A cada casa que entres, debes ofrecer
curación: un pastel de chocolate que horneaste tú mismo,
la bendición de tu voz, tu toque casto.